25N: el Estado es responsable
De las hermanas Mirabal a Puerto Rico: por qué el feminicidio no se resuelve con más cárcel, sino desmantelando la violencia estatal.
Era 1949. La élite dominicana bailaba, quizás por inercia o por miedo, al son de la Súper Orquesta San José. Sonaba “San Rafael”, el merengue dedicado al “Jefe”, himno de la adulación obligatoria. El Palacio, escenario habitual de la pompa del régimen, albergaba esa noche una de las tantas fiestas que Trujillo se ofrecía a sí mismo.
Los zapatos de las jóvenes resbalaban sobre el mármol encerado; el calor de los cuerpos en la pista se mezclaba con ese otro calor pegajoso: el de la obligación disfrazada de invitación. La familia no quería estar allí, pero la ausencia no era una opción; mucho menos para ella. Se lo había pedido su padre. Les tocaba obedecer al compás de la güira y la tambora —que martillaban como una orden— y de los metales que dictaban el ritmo unísono de la dictadura.
Mientras el merengue empujaba los cuerpos en el salón de baile, el país vivía otro tipo de estruendo: los gritos de “La 40”.
Allí también se martillaba, se disparaba y se arrastraba, pero no había música. Aquello no era un “Palacio”, sino un centro clandestino de tortura operado por el Servicio de Inteligencia Militar (SIM). No estaba diseñado para fiestas, sino para quebrar voluntades. Sus sobrevivientes no recuerdan saxofones, sino el zumbido mecánico de los generadores eléctricos de las sillas de tortura, mezclado con las órdenes de los guardias y los lamentos de los detenidos.
En “La 40” no había silencio —la privación de sueño era política de Estado— y el calor no venía del baile, sino del hacinamiento en celdas sin aire.
Minerva Mirabal conoció ambos infiernos: el del Palacio de la Gobernación en Santiago, mezclada con la élite, y el de “La 40”, junto a sus hermanas, su esposo, cuñados y sus camaradas. Las Mirabal, mujeres de clase acomodada, cometieron el imperdonable crimen de convertirse en oposición abierta. En el caso de Minerva, la afrenta fue doble: se atrevió a rechazar los avances sexuales de Trujillo, poniendo en jaque la masculinidad frágil del dictador y, con ella, el prestigio del régimen.
Minerva y María Teresa fueron juzgadas y condenadas en mayo de 1960 por “atentar contra la seguridad del Estado”. Meses después, en un gesto que los historiadores llamarían extraño, fueron liberadas por orden expresa de Trujillo, mientras sus esposos permanecían encarcelados.
Pero la libertad era una trampa.
El 25 de noviembre de 1960, las hermanas salieron de Ojo de Agua hacia Puerto Plata para visitar a sus maridos. La carretera atravesaba La Cumbre: aislada, escarpada, rodeada de abismos y vegetación densa. Al atardecer, la neblina convertía el camino en una boca de lobo. Al llegar al puente de Marapica, era obligatorio reducir la velocidad: el escenario perfecto para una emboscada disfrazada de accidente.
Los agentes del Estado ejecutaron la orden. No fue hasta 1962, tras el ajusticiamiento del tirano, que se condenó a los autores materiales. Pero el pueblo lo supo desde el día uno: Trujillo —el Estado— era el responsable de la muerte de Las Mariposas.
De las Mirabal a Campo Algodonero: El Estado en el banquillo
A veces pensamos el 25 de noviembre como una fecha más en el calendario institucional, olvidando su raíz sangrienta: la violencia de un Estado que decide quién es dispensable. Cuando las feministas latinoamericanas marcaron este día en 1981 en Bogotá, y cuando la ONU lo adoptó en 1999, no solo estaban señalando la violencia doméstica.
Cada vez que escribimos “25N”, estamos escribiendo también, aunque no lo sepamos: La Cumbre, Ojo de Agua, el SIM. Estamos nombrando a mujeres que el Estado decidió sacrificar para mantener su orden.
Décadas después, el expediente cambió de territorio, pero mantuvo el guion. Ciudad Juárez, México, noviembre de 2001. En un terreno baldío conocido como “Campo Algodonero” aparecen ocho cuerpos. Tres de ellas —Claudia Ivette González, Esmeralda Herrera Monreal y Laura Berenice Ramos Monárrez— se convertirían en el centro de una demanda histórica. Eran jóvenes, pobres, estudiantes o trabajadoras, como tantas desaparecidas en la frontera.
La sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Campo Algodonero vs. México es incómoda porque hace la pregunta que los gobiernos evaden: ante un patrón de asesinatos de mujeres, ¿basta con culpar al “crimen organizado” o a un “hombre violento”?
La Corte dijo que no.
Sentenció que el Estado es responsable no solo porque las mataron, sino porque no adoptó medidas de protección, no previno a pesar de conocer el patrón, no investigó con diligencia y sostuvo un sistema de impunidad atravesado por la misoginia y el clasismo.
Campo Algodonero nos deja una premisa tan sencilla como dura: no es solo que a las mujeres las mata un hombre; es que el Estado crea las condiciones para que ese hombre pueda matarlas y desaparecerlas con total impunidad.
Recastando el término: Feminicidio de Estado
Aquí reside la potencia política del 25N: nace señalando la responsabilidad estatal. Por eso, las feministas latinoamericanas empezaron a hablar de feminicidio como crimen de Estado. No se trata solo del acto de matar por razones de género, sino de la indiferencia institucional, el abandono y la burocracia que producen una violencia sistémica. Es un Estado que conoce el patrón, que podría intervenir transformando las causas, y decide no hacerlo.
Desde una óptica abolicionista, esto es central: no estamos ante un sistema “bueno” que falla ocasionalmente. Estamos ante un sistema político, económico, colonial y patriarcal que funciona perfectamente para lo que fue diseñado: jerarquizar vidas, precarizar a unas más que a otras y administrar la violencia.
La violencia no es un error del sistema; es uno de sus principales lenguajes.
La trampa vino después. Muchos Estados cooptaron la palabra feminicidio, incorporándola a los Códigos Penales con penas más severas. El efecto fue ambivalente: se reconoció la gravedad del delito, pero se desplazó el foco. El feminicidio dejó de entenderse como síntoma de un orden social violento y pasó a venderse como algo que se resuelve con más cárcel.
Este es el giro del populismo punitivo: usar nuestro dolor y nuestro miedo para justificar más castigos, sin tocar ni una sola de las condiciones estructurales que generan el daño.
Abolicionismo y realidad puertorriqueña
Como abolicionista y feminista, no niego la violencia; la tomo tan en serio que me rehúso a convertirla en la identidad eterna de alguien. No hablo de “agresores” como entes monstruosos nacidos de la nada; hablo de personas que han ejercido violencia dentro de un sistema que las formó, las precarizó y les enseñó que el daño es una forma válida de relacionarse.
En Puerto Rico, la violencia no es una suma de anécdotas individuales; es un patrón cruzado por la pobreza, el racismo, la xenofobia y el coloniaje. Ser mujer aquí no es una experiencia universal: si eres negra, pobre, migrante, trans o vives en un barrio criminalizado e hipervigilado, la maquinaria estatal te deja morir más rápido.
Por eso, para mí, el 25N tiene que regresar al origen radical:
A las Mirabal, que nos recuerdan que el Estado es un productor directo de violencia.
A Campo Algodonero, que establece que la negligencia estatal es complicidad criminal.
A la idea del feminicidio como crimen de Estado, y no como un artículo más para inflar el Código Penal.
La apuesta no puede ser darle más poder al sistema de castigo. No podemos remendar un sistema que funciona a base de triturar gente. Hay que construir otra cosa:
Vivienda segura y autónoma, para que nadie tenga que elegir entre el maltrato o la calle.
Acceso real a la salud física y mental, sin elitismo ni patologización.
Independencia económica para romper relaciones de dependencia letal.
Educación antirracista, anticolonial y con perspectiva de género.
Recursos directos a las comunidades que ya están poniendo el cuerpo para sostener la vida y desescalar conflictos sin llamar a la policía.
Cada dólar que se traga el Complejo Industrial Carcelario es un dólar que no llega al albergue, a la organización comunitaria, a la prevención real.
No se trata solo de que no nos maten. Se trata de dejar de organizarnos alrededor del miedo y el castigo, para organizarnos alrededor del cuidado y la vida digna.
La violencia no es la esencia de nadie, pero sí es el núcleo de este sistema. Si queremos honrar el 25N, no basta con exigir más penas; hace falta cuestionar el sistema entero y decidir, colectivamente, que no aceptamos seguir siendo materia prima de un orden que nos prefiere asustades y silencioses.
Me quedo aquí, en este tramo del 25N: entre el palacio con merengue y la cárcel sin silencio, entre La Cumbre y Campo Algodonero. En ese punto exacto en el que el Estado decide ser cómplice activo. El 25N es una denuncia contra la máquina de dejar morir. Y aquí, en Puerto Rico, nos dejan morir todos los días.



