Un ok en el vacío: el ángel que ya no quiso ser famoso
Crónica de un encierro perpetúo y el cinismo de la burocracia penal.
1. Prólogo
Conocí el caso de Ángel Colón Maldonado mientras preparaba un contenido abolicionista. Llegué a él buscando problematizar la categoría de “asesino serial”, esa etiqueta que el sistema utiliza para clausurar cualquier intento de comprender la complejidad humana. Apareció Ángel. Me impactó la edad en la que el Estado alegaba que habían comenzado los daños: era casi la misma edad de mi hijo en ese momento.
Me resisto a comprar la propaganda que define a las personas por sus peores actos y las convierte en monstruos para evitar explicarlas. Por eso investigué, algo que ciertos programas “investigativos” no hacen. Lo que encontré fue una radiografía del abandono organizado: Ángel, el menor de seis hermanos criados por una madre empobrecida, sobrevivía desde los trece años en las calles de Condado mediante el intercambio sexual de supervivencia. Su cuerpo era su único medio de subsistencia en contextos de explotación con hombres mayores y con recursos.
Situar estos daños en su complejidad sistémica no es un ejercicio de justificación, sino de honestidad política. Comprender cómo la homofobia se entrelaza con la precariedad no exime de responsabilidad por el daño causado, pero sí nos obliga a señalar la responsabilidad de un sistema que hace que esta violencia sea posible.
Hoy pude verlo en una pantalla. Nada queda del chico de las fotos de los ochenta que tanta indignación causaron. Su imagen es lo que nos devuelve la cárcel: un cuerpo quebrado que el sistema intenta hacernos creer que es justicia.
2. La oficina
Llegué a la Junta de Libertad Bajo Palabra poco antes de las 8:30 AM. Me recibió una guardia con tres décadas de antigüedad. Mientras esperaba con la prensa, nos informaron que estaban escuchando a las personas que decían haber sobrevivido a los daños para determinar si tenían standing para participar del proceso. Finalmente, a eso de las 11:10 AM, entramos.
Sostengo mi libreta verde con fuerza. Soy abogada abolicionista y feminista, lo que significa que no vengo a pedir encierro perpetuo, sino a observar qué sucede cuando la libertad se vuelve un trámite oficinesco, un procedimiento rutinario que ocurre lejos de los cuerpos que soportan las decisiones.
3. La vista
La vista empezó con una cortesía prolija. “Buenos días. Voy a abrir récord”, dijo la licenciada Patricia Molina Vázquez. Es el 19 de diciembre de 2025.
Frente a nosotres, un monitor. La pantalla no fallaba: la imagen era nítida, casi obscena por su claridad. El Estado lo veía todo en alta definición, pero era incapaz de comprender nada. La oficial presentó el marco: “vista de consideración del privilegio de libertad bajo palabra”. Y luego, como si el expediente necesitara el morbo para existir, añadió su apodo: “el ángel de los solteros”.
La oficial pidió que dijera su nombre “en voz alta y clara”. Era una exigencia de transparencia dirigida a un hombre cuya capacidad de articular había sido triturada por casi cuarenta años de encierro. El audio funcionaba; escuchábamos cada movimiento, pero a Ángel no se le entendía.
—Yo no le escucho bien, no le entiendo —dijo la oficial.
Fue el resumen de la escena. El sistema lo veía perfectamente, pero el sonido de su humanidad le resultaba incomprensible. Aun así, el procedimiento avanzó. Como si fuera mi robot-aspiradora que detecta un objeto, el sistema ajustó la ruta y siguió aspirando sin detenerse.
4. La fábrica de oscuridad
En la pantalla, Ángel no era un “caso”. Era un hombre pálido, con la cabeza afeitada y ojeras que hablaban de décadas de encierro y mal sueño. Se percibía un atontamiento institucional; su dificultad para articular sugería un cuerpo intervenido químicamente por la cárcel.
Ángel ingresó a la cárcel a los 19 años. Ese número me golpeó con la fuerza de una pérdida personal. Treinta y ocho años después, su voz no lograba atravesar el micrófono. Y luego, la palabra: “privilegio”. Libertad como premio, como beneficio y no como una condición humana mínima.
5. El “Ok” como salvavidas
La técnica sociopenal, María Peña Rosa, servía de intermediaria. La oficial recitó los derechos como quien lee las instrucciones de seguridad en un avión, aunque un poco más pausada.
—¿Comprendió lo que le acabo de mencionar? —preguntó la oficial.
—Yo entiendo... pero yo prefiero que... —balbuceó Ángel, entre sonidos borrosos que hablaban de “costar muchos litigios” y “no querer ser más famoso”.
“No quiero hacerme más famoso” puede leerse como un signo de cansancio del personaje. Cansancio de la etiqueta. Cansancio de un relato público que lo precede —ese apodo flotando desde el inicio, pronunciado con claridad como parte de su identidad— mientras su voz real no logra atravesar el micrófono para decir que así lo llamaba el Gobierno.
Esa frase podía abrir una conversación. Podía plantear una pregunta simple: ¿por qué renuncia? ¿a qué le tiene miedo? ¿qué no quiere? ¿qué lo agota?
Pero el procedimiento no está diseñado para escuchar. Está diseñado para cuadrar dentro de opciones predeterminadas.
Para Ángel, el derecho a un abogado o el proceso mismo eran sinónimos de litigios y de una fama que ya no podía soportar. El sistema le pedía que se explicara “más claro”, pero la cárcel es una fábrica de oscuridad. Ante la presión, apareció el salvavidas:
—Ok —se escuchó en la sala.
“Ok” sirve para muchas cosas en una institución penal: para no contradecir, para salir del paso, para aparentar comprensión cuando no hay condiciones para comprender. Sirve para no irritar a quien tiene el control del tiempo. Sirve como salvavidas.
6. El “Exacto”: La voluntad como casilla
La técnica sociopenal soltó una verdad que debió detener la vista inmediatamente: existía una evaluación de 2024 que confirmaba por qué no habían logrado establecer una comunicación coherente con Ángel.
—No puedo darle a usted certeza de que él está comprendiendo el proceso —sentenció la técnica, mientras la examinadora rebuscaba el expediente para confirmar que no obraba en este.
Igual el Estado prefiere el encierro a la comprensión. La oficial decidió explicarle todo de nuevo “en palabras más sencillas”. Ángel, con un eco de cansancio en la voz, respondió, o al menos así lo entendí, que quería “quitar la vista hoy”, mencionando que estaba “difícil en cuanto a salud” y que sufría “depresión” (no estoy segura de si dijo depresión o presión). Solo quería volver “allá”, al lugar que lo rompió, porque ya no sabía cómo estar en otro sitio.
Ante esta deriva de dolor, la oficial aplicó la traducción definitiva:
—¿Desea entonces renunciar al privilegio de libertad bajo palabra?
—Exacto —contestó él.
En ese “exacto” selló el destino. Vimos su mano guiada por el dictado de la sociopenal: “Aquí pones tu nombre”. Firmó una renuncia “libre y voluntaria” que el procedimiento requería para seguir funcionando. La vista culminó con un “lindo día” de parte de la examinadora. ¿Existirán lindos días en la cárcel?
7. Lo más honesto siempre viene después
Después de que el récord se cierra, ocurre lo que suele ocurrir en muchas escenas institucionales: aparece una conversación más sincera, menos cuidada, en la que se dicen cosas que la minuta o la resolución oficial no suele contener.
Preguntan si el caso se vio a petición de Ángel o si se hizo automáticamente. La Ley 85-2022 obliga a Corrección a referir automáticamente los casos que han cumplido con el mínimo requerido para cualificar para el beneficio de libertad bajo palabra. Entonces me animo a hacer una pregunta que debería importarnos tanto como cualquier frase jurídica: si esos derechos que se informan en la vista se informan antes, en el proceso de preparación.
La examinadora me responde con una honestidad que, en otro contexto, sería escandalosa:
“Se supone que la social se lo informe, no sé si lo hacen, nosotros como oficiales examinadores sí tenemos que decirle los derechos y ahí es que muchos de ellos se enteran”, algo así recuerdo que me contestó.
Ahí. En el momento. En la videoconferencia. Cuando el cuerpo ya está en pantalla. Cuando el “ok” ya es la única herramienta. Cuando no se entiende.
8. La desposesión y el lechón
Salimos de la sala. Afuera esperaba una mujer de 81 años junto a familiares de uno de los hombres que ya no están. Buscaban un espacio, pero la Junta determinó que no tenían standing. En la lógica penal, esta exclusión es necesaria. El sistema privatiza el conflicto y lo convierte en una gestión individual del daño, una transacción cerrada entre el Estado y la persona que imposibilita la reparación allí donde todavía podría haberla.
Pero hay algo más profundo: en casos como este, donde el daño es tan absoluto que la reparación ya es imposible, el sistema falla doblemente. Su estructura punitiva impide la gestión colectiva del dolor y, sobre todo, bloquea la transformación de aquello que posibilita el daño. Al centrarse sólo en el castigo de un cuerpo, el Estado se ahorra la tarea de cambiar las condiciones que permitieron que esta historia comenzara hace treinta y ocho años.
Salí por una puerta lateral que daba al parking y el cambio de atmósfera fue un golpe en la cara. Al frío de la oficina lo reemplazaron el aire navideño y el olor a lechón asado. En la calle, que estaba cerrada, Corrección celebraba su fiesta de Navidad. Su propia banda musical se estaba preparando para tocar mientras les empleades hacían fila en la carpita del lechón.
Pasé por el medio de la fiesta. Caminé hacia mi auto por la porción de la calle cerrada que estaba desierta. Pensé en Ángel y en su “ok” inaudible capturado en una videoconferencia a través de la plataforma de Microsoft Teams. Pensé en lo que hace la cárcel. Treinta y ocho años preso no son una suma de días. Son una tecnología. Una forma de intervenir en el cuerpo, el lenguaje, la presencia y la capacidad de relacionarse.
En una vista de libertad bajo palabra, el sistema no solo evalúa el “riesgo” de una persona: evalúa si esa persona puede, todavía, participar de la ficción del ciudadane, que aun privade de su libertad, puede decidir.Pero esa ficción requiere condiciones mínimas: escucha, comprensión, tiempo, asistencia real y la posibilidad de decir “no entiendo” sin que eso te expulse. Requiere que el Estado no confunda el trámite con el consentimiento.
Yo no escribo esto para pedir “mano dura” ni para reclamar más encierro. Sería una perversión política: ver una escena de deshumanización y pedir castigo como respuesta. Lo escribo porque la escena muestra una verdad que el punitivismo siempre oculta: la cárcel no solo castiga lo que hiciste; también castiga la posibilidad de ser alguien que habla, que decide, que se orienta en el mundo. La cárcel te roba la humanidad.
El Estado no necesitó entender a Ángel para cerrar su expediente, ni necesitó escuchar a nadie para seguir bailando. La imposibilidad de comprensión y el lechón asado eran dos partes de la misma tecnología: la que nos permite administrar el olvido mientras la fiesta sigue en la oficina de al lado.
Las fotos de la fiesta de Navidad pueden verlas en la página del Departamento de Corrección, acá.Viendo las fotos, parece que no era lechón, sino más bien una paella acriollada.
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