De castigar a reparar: Derecho, democracia colonial y justicia comunitaria en Puerto Rico
Una ponencia sobre la violencia, el fracaso del sistema punitivo y las pistas para construir una justicia abolicionista en Puerto Rico.
Nota: Esta fue la ponencia que ofrecí el 15 de octubre de 2025 en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, como parte del conversatorio “Repensar las violencias: Causas y Soluciones”, organizado por el UPRRP Forum & Debate Society.
Buenas tardes a todes, todas y todos. Antes que nada, quiero agradecer la invitación. Para mí siempre es un gusto participar de espacios como este, que promueven el pensamiento crítico y la imaginación radical. Estoy convencida de que sólo a través de la imaginación radical podremos construir el mundo en el que merecemos vivir.
La pregunta que nos convoca hoy —las causas de la violencia y sus posibles soluciones— nos obliga a mirar de frente las herramientas que hemos normalizado y a cuestionar si realmente nos han servido para atender las violencias.
Empiezo con una afirmación: el derecho, a diferencia de lo que nos enseñan, nunca es neutral. Siempre cristaliza y reproduce relaciones históricas de poder —clase, raza, género, propiedad, sexualidad, capacidades, entre otras—.
En contextos coloniales, como el nuestro, esa no-neutralidad se agrava: el orden jurídico se diseña para administrar la subordinación política y económica y acaba gestionando el conflicto social que esta misma desigualdad genera.
Si reconocemos esto, la pregunta urgente no es “¿cómo castigamos mejor?”, sino “¿cómo creamos las condiciones para reparar, cuidar y sostener la vida de manera justa y democrática?
Y hablando de democracia, no podemos pasar por alto que nuestro diseño político-jurídico es una derivación del modelo estadounidense y que es producto de una relación colonial que limita nuestra voz, nuestro poder y nuestros recursos. Un modelo de democracia que, en su diseño fundacional, fue excluyente: de hombres blancos, propietarios y ricos. Afuera quedaron las mujeres, las personas esclavizadas, los pueblos originarios, a quienes despojaron de su territorio y, por supuesto, del medio ambiente.
Esa matriz institucional, diseñada para el beneficio de un grupo específico, nunca se universalizó y es a partir de allí que se decide qué vidas valen, qué conflictos se tipifican como “delitos” y qué necesidades quedan fuera del campo de los derechos.
La cárcel, entonces, funciona ideológicamente como un lugar abstracto donde depositamos a las personas que consideramos indeseables, liberándonos de la responsabilidad de pensar en los problemas reales que afectan a sus comunidades.
Desde ahí se despliega una estructura de criminalización que, agravada por la colonialidad, define la pobreza, la racialización, la migración, las identidades sexuales, las neurodivergencias y la diferencia como amenazas por gestionar. Un claro ejemplo de ello es la reciente orden del Tribunal Supremo de Estados Unidos en el caso Noem v. Vázquez Perdomo, donde se valida que meramente existir como persona latina, te convierte automáticamente en sospechose.
Así, se normaliza el encierro de personas que no pueden pagar fianzas; se procesan como delitos conductas de supervivencia; y las crisis sociales —salud mental, uso problemático de sustancias, falta de vivienda— se canalizan a través de la policía y el sistema correccional. Criminalizamos la supervivencia y la convertimos en delito. Luego llamamos “reincidencia” al retorno forzado a la misma precariedad que nunca atendimos porque solo escondimos a quienes la experimentan.
La industria carcelaria como negocio
Al mismo tiempo, la industria carcelaria es un gran negocio. Los fondos públicos se desvían de forma acelerada a los bolsillos de los contratistas privados. Necesidades básicas como la alimentación, la salud y las comunicaciones en las cárceles se convierten en un negocio en el que el incentivo es abaratar costos y aumentar ingresos, no en expandir derechos ni en descarcelar.
¿Cómo se sostiene esta industria? Con métricas equivocadas: equiparando justicia con castigo, arrestos, “casos esclarecidos”, años de sentencia. Esas métricas celebran la gestión del castigo, no la reducción del daño, la reparación a les sobrevivientes ni el abordaje de las causas de la violencia.
Al contrario: la inversión masiva en la industria carcelaria implica, necesariamente, la desinversión social y la desatención de las causas que hacen posible la violencia en primer lugar.
¿Qué es el abolicionismo?
Desde el abolicionismo, la afirmación es simple: las cárceles no son una característica inevitable de nuestras vidas; por lo tanto, pueden abolirse. No es utopía. No es ingenuidad.
Como nos enseña Mariame Kaba, no se trata de “derribarlo todo y esperar lo mejor”, sino de un proyecto positivo enfocado en construir las instituciones de cuidado que hagan obsoletas las cárceles.
Esto no admite reformas que solo busquen “humanizar” las jaulas. Requiere pasos abolicionistas: cambios que reduzcan el poder punitivo hoy, sin expandirlo mañana; es decir, sin nuevas jaulas “con otro nombre”, ya sean medidores de riesgo, grilletes electrónicos o “policía comunitaria” que solo enmascara la vigilancia.
Hacia un viraje estructural: Algunas pistas
¿Qué implica, entonces, un viraje estructural abolicionista para Puerto Rico? Es aquí cuando les voy a desilusionar. No tengo la respuesta. Es algo que tenemos que cocrear porque su éxito radicará ahí, en el acuerdo y en el reconocimiento de nuestra humanidad. Mariame Kaba dice que conlleva un millón de experimentos. Y es así, porque estamos co-creando algo completamente nuevo.
Algunas pistas en las que pienso que vale la pena pensar:
Reducir el sistema carcelario mediante un horizonte de cierre (decarcelación). En el contexto de Puerto Rico, implica la reducción de la población privada de libertad mediante la conmutación de sentencias y la ampliación de los mecanismos de excarcelación, como la libertad condicional o la libertad bajo palabra. Los recursos liberados deben reinvertirse en vivienda, salud comunitaria y empleo digno para la población excarcelada.
Descriminalizar las conductas asociadas a la pobreza y la supervivencia. Esto incluye el uso de drogas, sustituyendo la criminalización por programas de reducción de daños, y el trabajo sexual, garantizando derechos y seguridad a quienes lo ejercen.
Eliminar las fianzas en dinero e instituir la libertad como norma. Se debe sustituir el control coercitivo por un acompañamiento psicosocial no policial, proporcionado por equipos interdisciplinarios y no vinculados al sistema de criminalización, y no por dispositivos de vigilancia como grilletes u otros tipos de supervisión electrónica.
Pasar del punitivismo a la justicia restaurativa y transformativa, fuera del circuito de criminalización. Establecer mecanismos comunitarios, como círculos y conferencias, para las personas impactadas por la violencia, incluyendo tanto a quienes han sufrido como a quienes han perpetuado el daño. El objetivo es promover acuerdos de reparación, apoyo integral y garantías de no repetición, con las comunidades codiseñando, ejecutando y evaluando dichos procesos.
Crear una respuesta civil 24/7 ante crisis comunitarias. Equipos interdisciplinarios de profesionales de la salud, trabajo social y mediación deben ser la primera respuesta ante crisis de salud mental y conflictos interpersonales, con protocolos de desescalación y rutas de cuidado, no de castigo.
Invertir en el cuidado y en la creación de espacios comunitarios seguros. Esto incluye iluminación, transporte digno, centros culturales y de ayuda mutua, junto con apoyo económico, vivienda de transición y permanente para quienes egresan de la cárcel, y la eliminación del certificado de antecedentes penales como barrera al empleo.
¿Y qué pasa con la violencia grave?
Seguramente se preguntan: “¿y los casos de violencia grave, como asesinatos o violaciones?”.
Hoy, el sistema punitivo ya les falla a la mayoría de las personas afectadas por la violencia: no previene, no repara y, con frecuencia, las revictimiza. El encarcelamiento es una consecuencia sumamente infrecuente para quienes incurren en conductas de violencia sexual. Y en Puerto Rico, sólo alrededor del 20% de los asesinatos se esclarecen.
La respuesta abolicionista no es negar el daño, sino tomarlo en serio: recursos inmediatos para quienes sobreviven; procesos de responsabilidad que transformen conductas y garanticen la no repetición; y un entorno social que reduzca la probabilidad de que el daño vuelva a ocurrir. La cárcel promete control; la justicia transformativa trabaja en las causas y consecuencias de la violencia.
Cambiar las métricas para cambiar los resultados
¿Cómo sabremos que funciona? Cambiando lo que medimos para cambiar lo que producimos: más personas sobrevivientes reparadas y acompañadas; más personas con vivienda y empleo; menos ingresos sumarios a la cárcel por pobreza; menos reincidencia; y más transparencia y participación comunitaria con poder real de decisión.
Para lograrlo, necesitamos recursos; por eso, hay que desinvertir en las cárceles para invertir en la gente.
Cierro donde comencé. El Derecho no es neutral; en Puerto Rico, debido a la colonialidad, su sesgo de exclusión es estructural. La seguridad no se decreta desde una celda: se construye con vivienda, salud, ingreso y vínculos. La tarea jurídica y política es desarmar las máquinas que producen daño para construir juntes ecologías de cuidado.
Como leí los otros días en un post de Simbiosis Curativa: “Mientras el capitalismo busca soluciones individuales, el micelio resolvió en red.”
Menos jaulas. Más comunidad. Más justicia. Gracias.
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